MEDELLIN : CE FEU QU’ON NE PEUT
ARRETER
Anexe : « El pacto de la
catacumbas ».
La Conférence des évêques latino-américains de Medellin
en 1968 est gravée dans la mémoire du peuple de ce continent. L’audace du
document est dans la suite de la rupture, commencée par Vatican II, avec le
passé d’une Église ankylosée dans l’oubli des questions terrestres. C’est le
meilleur épilogue du Concile, parce qu’il déplace cette énergie de l’Esprit
vers le cœur de l’être humain
latino-américain pauvre, souffrant, croyant et opprimé.
Joies et espérances dans l’Église
Au début des années soixante, l’apparence extérieure de
l’Église catholique en Amérique latine choque avec la réalité dramatique de la
pauvreté de ses enfants. Le développement économique des pays a permis qu’une
petite minorité s’enrichisse pendant que les majorités souffrent sans voix
représentative qui garantisse ses droits humains et ses nécessités les plus
basiques.
L’Église est vue par beaucoup comme une institution qui
légitime l’ordre oppresseur. La convocation du Concile crée une nouvelle ère
pour l’Église latino-américaine et ouvre un débat théologique sur la place des
pauvres. Le message de Medellin est dans ‘Gaudium et spes’ et dans le «
Pacte des catacombes » signé, à la fin du Concile, par quarante évêques qui
prennent l’engagement d’une vie pauvre au service des pauvres (parmi eux un
groupe important de latino-américains). Il est évident que la vision
prophétique de Dom Helder Camara est à l’origine de cette Alliance.
Medellin engage une nouvelle période de la vie de
l’Église, avec une rénovation spirituelle dont le fruit logique est une
authentique sensibilité sociale. « Sur le continent latino-américain, Dieu a
projeté une grande lumière qui resplendit sur le visage rajeuni de son Église.
C’est l’heure de l’espérance. Nous sommes conscients des problèmes terribles
qui nous affectent. Mais plus que jamais, le Seigneur est au milieu de nous en train
de construire son Royaume ».
« J’ai vu l’oppression de mon peuple » (Exode 3,7)
Le document dans son introduction définit clairement son
propos et l’esprit qui le guide : « L’Église latino-américaine vit un moment
décisif de son processus historique. Elle est retournée vers “l’homme”,
consciente que “pour connaître Dieu, il est nécessaire de connaître l’homme”
(1,1). Car le Christ est quelqu’un en qui se manifeste le mystère humain. Ainsi
l’Église a cherché à comprendre ce moment historique à la lumière de la Parole
qu’est le Christ ».
Le document dans sa totalité est centré sur le thème de
la pauvreté. Dans cette option, on peut discerner l’influence de plusieurs
évêques et prêtres d’Amérique latine qui se rapprochèrent des pauvres, Indiens,
paysans et masses opprimées des grandes villes, vivant avec eux, sentant et
partageant leurs souffrances et leurs humiliations. Certains d’entre eux en
payèrent le même prix que Jésus : la torture, la prison, la persécution et la
mort. C’étaient des temps de féroces dictatures qui ne pardonnaient pas «
l’audace » de cette nouvelle prédication. Paul VI lui-même, inspiré par le
Concile, exhorte les évêques à un engagement social plus grand. « L’Église
d’Amérique latine, vues les conditions de pauvreté du continent, ressent
l’urgence de traduire cet esprit de pauvreté dans des gestes, des attitudes et
des lois qui la changent en un signe plus clair et plus authentique du Seigneur
» (14,6). Medellin a des accents prophétiques qui rappellent l’Exode : « Une
clameur sourde naît de millions d’hommes, demandant à leurs pasteurs une
libération qui ne leur arrive de nulle part » (14,2).
Lettre 91, du SNMUE
(CEFAL), décembre 2012.
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E L P A C T O D E
L A S C A T A C U M B A S
¡Magnífico y evangélico este pacto de las catacumbas! Un grupo de unos 40
obispos durante el Concilio Vaticano II, en 1965, reunidos en la catacumba de
Santa Domitila, suscribieron el Pacto de las Catacumbas, con el liderazgo de
Dom Hélder Câmara, en un intento valeroso de tratar de reflejar mejor la
Iglesia de Jesús, comunidad de los creyentes. Gestos como éstos se echan muy en falta en los pastores de hoy, tan
preocupados por otras cosas… (Redacción de R.C.).
El 16 de noviembre de 1965, pocos días antes de la
clausura del Concilio, cerca de 40 padres conciliares celebraron una eucaristía
en las catacumbas de santa Domitila. Pidieron “ser fieles al espíritu de
Jesús”, y al terminar la celebración firmaron lo que llamaron “el pacto de las
catacumbas”. El “pacto” es una invitación a los “hermanos en el episcopado” a
llevar una “vida de pobreza” y a ser una Iglesia “servidora y pobre” como lo
quería Juan XXIII. Los firmantes -entre ellos muchos latinoamericanos y
brasileños, a los que después se unieron otros- se comprometían a vivir en
pobreza, a rechazar todos los símbolos o privilegios de poder y a colocar a los
pobres en el centro de su ministerio pastoral.
“Nosotros, obispos, reunidos en el Concilio Vaticano II, conscientes de las
deficiencias de nuestra vida de pobreza según el evangelio; motivados los unos
por los otros en una iniciativa en la que cada uno de nosotros ha evitado el
sobresalir y la presunción; unidos a todos nuestros hermanos en el episcopado;
contando, sobre todo, con la gracia y la fuerza de nuestro Señor Jesucristo,
con la oración de los fieles y de los sacerdotes de nuestras respectivas
diócesis; poniéndonos con el pensamiento y con la oración ante la Trinidad,
ante la Iglesia de Cristo y ante los sacerdotes y los fieles de nuestras
diócesis, con humildad y con conciencia de nuestra flaqueza, pero también con
toda la determinación y toda la fuerza que Dios nos quiere dar como gracia
suya, nos comprometemos a lo que sigue:
1.
Procuraremos vivir
según el modo ordinario de nuestra población en lo que toca a casa, comida,
medios de locomoción, y a todo lo que de ahí se desprende. Mateo 5,3; 6,33s;
8-20.
2.
Renunciamos para
siempre a la apariencia y la realidad de la riqueza, especialmente en el vestir
(ricas vestimentas, colores llamativos) y en símbolos de metales preciosos
(esos signos deben ser, ciertamente, evangélicos). Marcos 6,9; Mateo 10, 9s;
Hechos 3,6: “Ni oro ni plata”.
3.
No poseeremos
bienes muebles ni inmuebles, ni tendremos cuentas en el banco, etc. a nombre
propio; y, si es necesario poseer algo, pondremos todo a nombre de la diócesis,
o de las obras sociales o caritativas. Mateo 6,19-21; Lucas 12,33s.
4.
En cuanto sea
posible confiaremos la gestión financiera y material de nuestra diócesis a una
comisión de laicos competentes y conscientes de su papel apostólico, para ser
menos administradores y más pastores y apóstoles. Mateo 10,8; Hechos 6,1-7.
5.
Rechazamos que
verbalmente o por escrito nos llamen con nombres y títulos que expresen
grandeza y poder (Eminencia, Excelencia, Monseñor…). Preferimos que nos llamen
con el nombre evangélico de Padre. Mateo 20,25-28; 23,6-11; Juan 13,12-15.
6.
En nuestro
comportamiento y relaciones sociales evitaremos todo lo que pueda parecer
concesión de privilegios, primacía o incluso preferencia a los ricos y a los
poderosos (por ejemplo en banquetes ofrecidos o aceptados, en servicios
religiosos). Lucas 13,12-14; 1 Corintios 9,14-19.
7.
Igualmente
evitaremos propiciar o adular la vanidad de quien quiera que sea, al
recompensar o solicitar ayudas, o por cualquier otra razón. Invitaremos a
nuestros fieles a que consideren sus dádivas como una participación normal en
el culto, en el apostolado y en la acción social. Mateo 6,2-4; Lucas 15,9-13; 2
Corintios 12,4.
8.
Daremos todo lo que
sea necesario de nuestro tiempo, reflexión, corazón, medios, etc. al servicio
apostólico y pastoral de las personas y de los grupos trabajadores y
económicamente débiles y subdesarrollados, sin que eso perjudique a otras
personas y grupos de la diócesis. Apoyaremos a los laicos, religiosos, diáconos
o sacerdotes que el Señor llama a evangelizar a los pobres y trabajadores,
compartiendo su vida y el trabajo. Lucas 4,18s; Marcos 6,4; Mateo 11,4s; Hechos
18,3s; 20,33-35; 1 Corintios 4,12 y 9,1-27.
9.
Conscientes de las
exigencias de la justicia y de la caridad, y de sus mutuas relaciones,
procuraremos transformar las obras de beneficencia en obras sociales basadas en
la caridad y en la justicia, que tengan en cuenta a todos y a todas, como un
humilde servicio a los organismos públicos competentes. Mateo 25,31-46; Lucas
13,12-14 y 33s.
10.
Haremos todo lo
posible para que los responsables de nuestro gobierno y de nuestros servicios
públicos decidan y pongan en práctica las leyes, estructuras e instituciones
sociales que son necesarias para la justicia, la igualdad y el desarrollo
armónico y total de todo el hombre y de todos los hombres, y, así, para el
advenimiento de un orden social, nuevo, digno de hijos de hombres y de hijos de
Dios. Cfr. Hechos 2,44s; 4,32-35; 5,4; 2 Corintios 8 y 9; 1 Timoteo 5,16.
Porque la colegialidad de los obispos encuentra su más plena realización
evangélica en el servicio en común a las mayorías en miseria física cultural y
moral -dos tercios de la humanidad- nos comprometemos:
̵
a compartir, según
nuestras posibilidades, en los proyectos urgentes de los episcopados de las
naciones pobres;
̵
a pedir juntos, al
nivel de organismos internacionales, dando siempre testimonio del evangelio,
como lo hizo el papa Pablo VI en las Naciones Unidas, la adopción de
estructuras económicas y culturales que no fabriquen naciones pobres en un
mundo cada vez más rico, sino que permitan que las mayorías pobres salgan de su
miseria.
̵
Nos comprometemos a
compartir nuestra vida, en caridad pastoral, con nuestros hermanos en Cristo,
sacerdotes, religiosos y laicos, para que nuestro ministerio constituya un
verdadero servicio. Así:
̵
nos esforzaremos
para “revisar nuestra vida” con ellos;
̵
buscaremos
colaboradores para poder ser más animadores según el Espíritu que jefes según
el mundo;
̵
procuraremos
hacernos lo más humanamente posible presentes, ser acogedores;
̵
nos mostraremos
abiertos a todos, sea cual fuere su religión. Marcos 8,34s; Hechos 6,1-7; 1
Timoteo 3,8-10.
Cuando regresemos a nuestras diócesis daremos a conocer estas resoluciones
a nuestros diocesanos, pidiéndoles que nos ayuden con su comprensión, su
colaboración y sus oraciones.
Que Dios nos ayude a ser fieles.
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